El cuerpo de aquel joven seguía yaciendo en la calzada bastante tiempo después del accidente que sufrió al perder el control de su motocicleta. Inconsciente, la vida se le escapaba a borbotones entre las multiples heridas que desgarraban su piel.
Un conductor le vió, detuvo su vehículo, se acercó al cuerpo inerte y, como pudo, lo introdujo en el interior de su automovil y con la mayor rapidez se dirigió al centro hospitalario más próximo. Al llegar al mismo, irrumpió con determinación en el vestíbulo de urgencias y, gritando, pidió ayuda.
Un doctor, que había terminado su jornada laboral, denegó aisitir al joven herido cuando fue interrogado sobre sus disponibilidad. Se invirtió tiempo para encontrar una asistencia adecuada, y ésta, cuando se logró, fue inútil: el joven ya había fallecido. Pero la tragedia aún no había concluído: lo que no sabía aquel doctor en medicina cuando rechazó asistir al joven herido, es que aquel era su propio hijo.
Querida amiga, amigo: No somos dueños de nuestras vidas. El drama puede aparecer en cualquier momento en nuestro horizonte personal. Nuestra vida, tan frágil como efímera, puede apagarse en un instante de la forma más insospechada.
Jesucristo es la única alternativa que construye para el hombre horizontes de seguridad y vida eterna.
Detente, reflexiona y decide sobre esa realidad.